La cocina japonesa, a menudo interpretada a través de clichés de minimalismo y precisión, alcanza en Naga una expresión rigurosa y contenida que resulta tan elocuente como reservada. Bajo techos amplios y matices cálidos, el restaurante se esconde del bullicio carioca para ofrecer un santuario donde el tiempo parece transcurrir a otro ritmo. La austeridad del entorno —madera clara, siluetas limpias, piezas de cerámica con esmaltes mates— crea una atmósfera sin distracciones, pensada para que los comensales afinen sus sentidos y participen en el ritual pausado de la comida japonesa.
Cada vez que el sushi emerge del hábil dominio de los itamae, se traduce la meticulosa búsqueda del chef por el equilibrio y la pureza del sabor. Naga huye de la extravagancia y se enfoca en subrayar la calidad del pescado, traído fresco en función de la estacionalidad y tratado con una destreza casi ceremonial. El corte exacto y la temperatura precisa revelan una técnica depurada, mientras el arroz, ligeramente tibio, es avinagrado con una proporción ajustada para no opacar nunca al ingrediente principal.
Los nigiris de ventresca de atún y los sashimis de vieira pronunciada forman parte de una carta que privilegia una materia prima impecable. No son rareza los makis donde la nori cruje sutil bajo los dedos y los vegetales mantienen intacta su textura, resaltando el respeto a las técnicas ancestrales. La vajilla elegida, deliberadamente sobria, contribuye a un relato visual donde el paisaje del plato cobra protagonismo, reforzando la estética japonesa del wabi-sabi.
En Naga, la cocina de autor no recurre a gestos desmedidos. Los sabores se coordinan con precisión: una pincelada de yuzu, un escueto toque de wasabi recién rallado, algún matiz de sésamo tostado. Cada elemento cumple su papel en una coreografía discreta, evocando la filosofía del chef, marcada por la humildad ante el producto y el rechazo al artificio superfluo.
Destellos del kaiseki contemporáneo asoman en ciertos platos calientes, donde los fondos intensos y los vegetales estacionales sugieren una reinterpretación sutil de la tradición nipona. Pero la personalidad de Naga permanece anclada en el respeto religioso por la herencia culinaria japonesa, en la presentación pulcra y el ritmo sosegado de la degustación, cualidades que lo colocan, sin estridencias ni atajos, entre los nombres imprescindibles de la alta gastronomía de Rio de Janeiro.