Atravesar la puerta de Mishiguene es adentrarse en un escenario donde lo ancestral y lo contemporáneo coexisten con naturalidad. Una luz tenue, cuidadosamente orquestada, suaviza cada rincón e invita a demorar la mirada en las texturas: maderas cálidas, cerámicas artesanales, y destellos de latón que evocan el refinamiento de las casas antiguas del Medio Oriente, reinterpretadas para el pulso actual de Buenos Aires. La sala atenúa el bullicio porteño; aquí se impone la pausa, casi como un preámbulo litúrgico al rito de la mesa.
La propuesta gastronómica escapa a clisés y apuesta por una reinvención respetuosa de la cocina israelí. La voz creativa del chef guía un ejercicio consciente de memoria, donde cada receta, lejos de la mera réplica, se eleva desde el detalle técnico y el manejo preciso de las materias primas. En la carta cobran protagonismo reinterpretaciones audaces de platos tradicionales: la berenjena, emblema habitual, gana otra dimensión tras ser ahumada lenta y cuidadosamente, presentada sobre cremosos yogures y aceites perfumados que contrastan sin estridencias, mientras sutiles toques de zumaque y piñones redondean la experiencia gustativa. Otro guiño distintivo se encuentra en la forma de abordar los kebabs, jugosos en textura e inesperados en sus matices de especias, lejos de la ortodoxia y cerca de la curiosidad.
La elección de los ingredientes parte de un rigor casi obsesivo: solo productos frescos, muchas veces locales, selectos en su procedencia para permitir juegos de sabores limpios y complejos. Cada preparación armoniza rusticidad y elegancia en la puesta: platos robustos en color y aroma, con esa estética deliberadamente imperfecta que evoca la sobremesa familiar, aunque con el grado justo de sofisticación actual.
En Mishiguene, la cocina transita la delgada frontera que separa el homenaje de la reconstrucción; los platos cuentan la historia íntima de la diáspora, la nostalgia subyacente condensada en técnicas refinadas y acentos contemporáneos. Esta filosofía se refleja en una carta que dialoga con el pasado sin anclarse, proyectando el futuro de la comida israelí en el relato propio de Buenos Aires.
La distinción Michelin parece casi una consecuencia natural de esta propuesta rigurosa, donde el respeto por la tradición y la apuesta por la experimentación encuentran un equilibrio delicado. Cada visita se transforma en un ejercicio culinario en el que la memoria se redescubre y el comensal participa activamente de una narrativa sensorial genuina, esculpida en el detalle y el sabor.