En el pulso vibrante de la gastronomía porteña, Picarón consigue marcar un compás singular. Apenas traspasada la entrada, una fragancia de especias y cocción lenta envuelve el ambiente, generando una suerte de preludio sensorial. El salón, con sus maderas profundas y la iluminación cuidadosamente dosificada, invita a una pausa: hay algo en la atmósfera, salpicada de arte local y predominancias terrosas, que anima a enfocarse en lo esencial del acto de comer. Sin recurrir a aspavientos formales, el diseño propicia una intimidad sofisticada, pensada para que la experiencia gire alrededor de los sabores en juego.
La carta, fiel reflejo de una filosofía culinaria que prioriza el ingrediente sobre el artificio, explora la diversidad argentina bajo una lente contemporánea. Se percibe una selección meticulosa que da protagonismo al producto: vegetales traídos de huertas cercanas, carnes elegidas según su estacionalidad y peculiaridad, y guiños a tradiciones regionales reinterpretadas con sutileza. El chef, conocido por evitar la estridencia, compone cada plato como un diálogo entre memoria y modernidad; prefiere explorar la esencia de cada sabor antes que disfrazarlo. Así, en las creaciones de Picarón destacan los matices: semillas andinas que aportan textura a preparaciones suaves, emulsiones cítricas que despiertan cortes profundos de caza, o salsas apenas ahumadas acompañando vegetales de raíz.
Visualmente, cada presentación refiere a una estética precisa. Composiciones limpias, juegos geométricos y colores naturales convergen en platos que parecieran obras minuciosas de ensamblaje. Las texturas se entrecruzan: hay crocancia en chips de tubérculo sobre cremosos fondos de legumbres, relieves de pickles ácidos que equilibran fondos más densos, y un uso medido de brotes y flores que subraya lo estacional sin distraer del centro. Nada aparece al azar; lo visual es complemento, no mero espectáculo.
En esencia, Picarón representa esa corriente actual que busca redefinir las raíces de la cocina argentina sin perder de vista la autenticidad. El chef lo traduce en una creación que respeta el pulso natural del producto y encuentra sabores nuevos en combinaciones austeras pero estudiadas. Hay una fuerza tranquila en la manera que este restaurante plantea su propuesta: innovación discreta, atención a los detalles y una búsqueda genuina por dejar una impresión duradera, más a través de la memoria gustativa que por el brío del artificio. Picarón invita a redescubrir el territorio culinario porteño desde una perspectiva de madurez y sensibilidad renovada.