En Polanco, donde el ritmo urbano se entrelaza con aires de sofisticación, Pujol emerge como un espacio donde la alta cocina mexicana se examina y reinventa con rigor. Bajo la dirección de Jesús Durón, la casa explora los contornos de la tradición sin temor a internarse en territorios inéditos. No hay en su sala lujos llamativos ni excesos visuales; predomina una elegancia contenida, donde la madera clara y la piedra, sin pulidos ostentosos, componen un ambiente sereno, casi ritual. La luz, tenue y focalizada, acompaña el recorrido de los platos con la modestia de quien sabe cuál es su papel.
La experiencia en Pujol comienza antes de que la primera copa roce los labios. Los aromas evanescentes del maíz y los ecos terrosos del mole anticipan una propuesta que habla tanto del pasado remoto como de una sensibilidad radicalmente contemporánea. La atmósfera se siente introspectiva: las texturas orgánicas de las mesas, el juego controlado de sombras y brillos, y la disposición precisa de cada elemento parecen diseñados para invitar a observar, a esperar y a saborear sin prisa.
En la mesa, lo esencial ocupa el primer plano. Ingredientes endémicos –de pequeños productores y temporales– aparecen en ejecuciones que destilan memoria y modernidad. El mole madre, fiel a su reputación, madura a diario y se presenta, a menudo, junto a un mole nuevo: el matiz de lo añejo contrapunteado con lo joven. Este plato se erige como manifiesto, marcando el pulso del menú degustación: nada es accesorio, nada distrae del sabor profundo y, a la vez, inquietantemente familiar. Otros platillos, siempre sujetos al ciclo de la naturaleza, revelan colores vivos y composiciones geométricas; hojas de quelite vibrantes, salsas tersas que se deslizan con minuciosidad, y cortes precisos en proteínas que apuestan por la sutileza.
La filosofía culinaria de Durón parte de una profunda lealtad a los productos mexicanos, pero rechaza cualquier fácil nostalgia. Su cocina reconsidera las recetas ancestrales con libertad y precisión, fundiendo técnicas modernas con gestos de respeto hacia el origen. Cada secuencia de bocados promete una exploración pausada de los matices regionales y la temporalidad, sin grandilocuencias.
Nada en Pujol es fortuito ni repetitivo; cada visita flota entre la tradición reconstituida y una búsqueda incansable de nuevos significados. Así, la experiencia se dibuja sobre una base de autenticidad y rigor, prolongándose en la memoria mucho después de que el último plato haya dejado la mesa.