Hay algo intrigante en cruzar el umbral de Trégua: la ciudad parece desvanecerse y, en su lugar, surge un refugio donde la pausa se convierte en una experiencia casi tangible. La atmósfera, cuidadosamente orquestada, prioriza los contrastes sutiles: mesas de madera pulida, luz tamizada que atenúa el rumor exterior y, en el trasfondo, una selección de piezas de arte discretas, casi sugeridas, que dan carácter sin robar protagonismo al conjunto. Nada en este lugar sucede por azar; hasta el eco de las conversaciones pareciera calibrado en función del ritmo de la cocina.
La carta renuncia a la grandilocuencia para adentrarse en un diálogo delicado entre tradición brasileña y creatividad contemporánea. Sin exhibicionismo, pero con una precisión evidente, el chef articula una propuesta en la que la proximidad de los productos se convierte en principio inquebrantable. Aquí, los ingredientes locales no son excusa para la nostalgia, sino materia viva para la relectura. El resultado es una revisión serena de sabores reconocibles, depurados hasta su esencia, y ensamblados con una lógica que privilegia el equilibrio en las texturas y los matices cromáticos en el plato.
Resulta imposible permanecer ajeno al cuidado con que se conciben tanto las entradas livianas como los platos principales de corte generoso. La presentación es comedida, pero nunca austera: la loza y el vidrio aportan su propia cuota de color y transparencia, hilando la estética visual con la delicia olfativa. Cada asistencia del menú revela una preferencia sutil por la ligereza y la frescura –sin estridencias, pero con una coherencia estilística que permite identificar al restaurante como uno de los pocos en Río capaces de conseguir un balance tan afinado entre lo autóctono y lo global.
La coctelería, por su parte, despliega la misma exactitud que la cocina. Sea en los cócteles clásicos o en sus versiones de autor, la intención es siempre acompañar, nunca distraer. El enfoque del chef no ambiciona la sorpresa vacía; elabora platos en los que la técnica es herramienta, no espectáculo, y donde lo esencial es devolver al comensal al presente, permitiéndole registrar cada matiz.
Sin necesidad de reconocimientos foráneos, Trégua se convierte en un espacio para quienes buscan autenticidad sin artificios, y una contemporaneidad filtrada por la honestidad. Aquí, comer resulta un ejercicio de atención y disfrute plenos, sin que nada sobre ni falte.
